¡Mata!», y le puso la cuchilla en el cuello. Estaba durmiendo cuando escuchó los gritos y no se tiró enseguida de la litera porque creyó que era una broma de las muchas que los macheteros hacían para matar la nostalgia. «Bajo ese signo», pensó, «bajo ese signo, bajo ese signo...» Entonces distinguió una mancha azul a la derecha, una escuadra de esbirros tratando de rodear al grupo y de arrebatarles la bandera. Se colgó el fusil con el cañón hacia abajo y se tapó como pudo con el nailon. Abordaron el camión en movimiento, por el estribo, cuando terminaba de dar la vuelta y enfilaba hacia el fuego. Se secó el sudor de las sienes, con una sensación de alivio, y fíjense si estaba loco, añadió, que había estado de acuerdo con que se alterara el Testamento de Echevarría; hasta ese extremo había llegado, compañeros. A través del aguacero podía ver el inmenso cuerpo azul del negro Tanganika. Quedó estupefacto, pensando que ésos no eran métodos para tratar a un cuadro. —¿Qué hubo? De pronto sintió un gran alivio, un siseo, una humedad y sólo entonces se dio cuenta de que había empezado a orinarse. Se encasquetó el sombrero para burlar el sol y asegurarse que no eran visiones; que aquellas líneas verdinegras que la máquina parecía arrancar de la tierra, partir en el aire y entongar en una carreta eran cañas y no una ilusión óptica. Recordó a Pablo, que seguramente habría tirado sus angustias a relajo si no estuviera en plena Sierra, de maestro voluntario, sirviendo a la revolución en algo necesario, concreto y cierto, mientras él, Carlos, se había quedado en La Habana, como un inútil porque el infarto seguía rondando a su padre. Los comentarios vertidos en todos los programas Así que no hizo nada nada. No en balde Lenin había dicho aquello de audacia, audacia y más audacia. Quedaron mucho rato en silencio, mirando la larga línea de la costa, las lentas luces de las playas del este que insinuaban el nacimiento de otra ciudad, allá, en el Coney Island. Eran esa gente, dijo Berto, ¿le daban una mano? Se negó a desayunar y a bañarse y recibió a su socio en la cama. Después del debate, cada quien podrá expresar su criterio votando. En cambio, él sólo llevaba puesta una camisita. Pero esa diferencia capital era todavía insuficiente; botar, robar, romper, jugar con los bienes del pueblo era un crimen y él no estaba dispuesto a permitirlo. Había descubierto la azotea apenas tres semanas atrás, una suerte de atalaya ideal desde donde, según el Cochero, se podían ver desnudas todas las ninfas del Vedado. Desde que la derecha intentó falsificar su proclama y la izquierda venció en las elecciones, Nelson Cano no había dejado de provocarlo. —Yes —ratificó él con una mezcla de alegría, asombro, rabia y vergüenza—. Carlos sintió un golpe de alegría al descubrir su rostro en la pantalla iluminada, sonriente como el de un locutor o un artista, y atesoró aquel instante de alegría junto a sus recuerdos más preciados. Se había ido formando casualmente, en los alrededores del área de la orquesta, una glorieta que penetraba en el borde oeste del gran salón como la proa de un pequeño navío. Se llamaba Mercedes y había empezado a trabajar sin sueldo para rescatar un cadenón y una medalla de la Virgen de la Caridad empeñados por su marido. ¿Correo cuánto? Follow me, please —volvió a decir el hombre, y él volvió a seguirlo y lo vio repetir el giro teatral y elegante en la sección de canastillas y —Nouu —le dijo. La vida en la Beca significó una vuelta al paraíso perdido de la normalidad. Vacila eso, eh, ¿por qué no la llevas, consorte? Eran dos simples pizzas, pero ella las disponía sobre los platos de cartón como si fueran langostas. Sola fue durante más de medio siglo una comunidad cerrada de obreros azucareros, pero desde hacía meses estaba conmovida por miles de constructores provenientes de ciudades remotas, cuya simple presencia era un reto a la tradición y un semillero de problemas. Si la realidad era dura, más duros tenían que ser los revolucionarios para transformarla. Retrocedió mirando cómo los hombres, bañados por el resplandor de la fogata, tomaban por el cubrellamas los fusiles grasientos, los hundían en el agua hirviente, ennegrecida, los sacaban y les daban vuelta hasta tomarlos por la cantonera todavía humeante y meterlos de punta para limpiarles el cañón; entonces los entregaban a otros que los secaban con estopa, les quitaban los restos de grasa y los dejaban relucientes junto a la fogata. La erección le hizo cerrar los ojos. Iba a llamarles la atención cuando Roberto Menchaca entró corriendo, con los faldones de la camisa abiertos para mostrar la Luger. Durante los primeros días tuvo al menos a Mercedita y a Gisela en el hogar enloquecido de sus suegros que, por obra y gracia del matrimonio, era también el suyo. Carlos no titubeó. En los basculadores los envolvió una nube de polvo y paja, el estrépito de un carro-jaula al voltearse contra los topes, y los agudos gritos de los gancheros. Durante el trayecto le hizo las recomendaciones previsibles y luego permaneció en el umbral, diciéndole adiós con la mano, como una niña. Debía estudiar y trabajar, combatir, crecer hasta donde pudiera. —Mi hermano está allá. El chino era un sapo, no había que hacerle mucho caso, el día era verdaderamente formidable, perfecto para volar bajito sobre la suave sabana verde y la arboleda llena de jiquíes, ébanos, majaguas, jagüeyes, seibas, donde descubrió de pronto el Laboratorio Secreto del malvado Doctor Strogloff. Míralo, estás dormido. «Chévere», musitó tristemente Carlos, y por primera vez Felipe cambió su actitud y con voz sigilosa le preguntó qué le pasaba, negro, le dijera de a hombre. ¿La Guerra de las Pandillas había sido una lucha de clases? Sintió deseos de orinar. Maté. —insistió el dependiente. —La mato —dijo Carlos—. —gritó alguien, y Carlos reconoció al Cabroncito. Logró sentarse, vio esculpidos en el frontis de la Biblioteca Nacional los nombres familiares de la patria y murmuró, «Presente». ¿Qué coño hacía allí? Al llegar al área de la Tercera Compañía los tenientes distribuyeron nuevas tareas. Ya en el aeropuerto pensó muchas veces en aquel juramento y lo convirtió en un compromiso. Al sumarse a la cuerda, Carlos supo que estaba salvado. Empezó a cantar para darse fuerzas, se hizo parte del coro que convertía su canto en un grito de guerra. —Porque no sé inglés —respondió jadeando el tipo—. Bien, Carlos no apeló. Al pasar por la sala le dijo a su madre que sí, que era cierto y que no debía llorar, pero en la calle se sintió desconcertado. Estaba bajo la inmensa foto de una mujer semidesnuda que anunciaba el desodorante Mun. No, en inglés oe sonaba ou. Después de unos lentísimos segundos se miraron a los ojos y coincidieron casualmente al decir, «Bueno»... Gisela empezó a sonreír y la sonrisa se le deshizo en los labios. Carlos comenzó a reptar. —Se quieren colar —informó el Baby. La madre protestaba, no les hablaran, los negros eran el diablo, ¿no oían cómo de noche sonaba el Bembé? —¿Y el mundo? No pudo rehacerla, Kindelán le dijo simplemente, «¿Qué escuadra ni escuadra?», cuando le pidió ayuda, y él dio varias vueltas tratando de reconocer los rostros de los suyos hasta convencerse de que el rumbero tenía razón, ya no había escuadras, sólo una larguísima columna donde cada cual avanzaba con su propio ritmo. Al llamar a la puerta lo asaltó el temor de tener que enfrentarse a Gisela, pero ella estaba en el trabajo y él tomó a Mercedita de la mano y caminó hasta el Parque de Trillo preguntándose cómo se explicaría la Muerte. Pero cuando la depresión que siguió a la bronca con Jorge se convirtió en hastío, comenzó a extrañar sus obligaciones, a sentir la modorra como una oscura forma de traición, a pensar que quizás podía volver a la lucha sin que su familia se enterara. Carlos tradujo: «Lo siento, yo no puedo entenderte», y se sintió estúpido al pensar que parecía la letra de un bolero. «Usted es una biblioteca ambulante», le dijo el Dóctor, y el mulato le explicó que no era más que un tabaquero que llevaba veinte años en su oficio, oyendo leer todos los libros del mundo. —Y lo miró con toda la calma del mundo, Gisela, hasta que él tuvo que asentir con la cabeza—. Hubo un minuto de desconcierto en la izquierda, pero Héctor se compró la decisión sin consultar. El niño logró soltarse, se refugió casualmente en brazos de la intrusa y ella comenzó a acariciarle la cabeza diciéndole a la mujer que parecía mentira. Perla, la trigueña de pechos desafiantes, fue hasta su lado y le puso la mano en el muslo. —balbuceó. Se había creado una zona de silencio atravesada de guiños, codazos, cabeceos, noticias circulantes, y tras las manos de los líderes se levantaron todas las demás. Sometido a brutales torturas, no habría dicho una sola palabra. —Helen está allá abajo —dijo, con una sonrisa rencorosa. gritó el Archimandrita. Había quedado estupefacta, mirando el líquido fluir a través de su pantaloncito hasta formar un breve charco dorado entre sus piernas abiertas. El punzante amarillo de un anuncio le hizo volver la cabeza hacia arriba. Aunque a simple vista lograban distinguir muy pocas, Munse hablaba siempre de las constelaciones-industrias, como el Horno Químico o la Máquina Neumática; Carlos, por su parte, sentía una afiebrada inclinación hacia la Cabellera de Berenice, el Caballete de Pintor y el Pájaro del Paraíso. —Vamos —dijo. Entonces regresó a la oficina preguntándose qué coño había hecho. ¿Cómo?, preguntó Carlos imitando el cómo de Elena, y entonces el Archimandrita concluyó, Soy yo el que les intereso a ellas, y siguió filosofando, Todas las mujeres no son iguales, dijo, Por desgracia, añadió mirando a Rosa y luego a las coristas, Ésas son tan lindas que no me extrañaría que se gustaran unas a otras, dijo, y Rosa, ¿Qué es eso? Cuando el Gallo regresó corriendo a su corral, se quedó pasmado. —Aquí lo maduramos —dijo. ¿Por qué nos seguías? El golpe fue en el hombro. En medio de la nueva salva de aplausos se escuchó el grito del Fantasma: —¡Tiene mendó, asere! Tenía que premiar a su alumna y como no encontró nada mejor le regaló una guayaba que tomó del suelo. —preguntó el gallego. También eso era distinto, en Cuba los bares no eran agradables si no eran fríos. Recibo de servicio del inmueble en garantía. Subió al jagüey y puso voz de noticiero No-Do para narrar el panorama: «Estamos en el centro del África. Avanzó lentamente, como un viejo, hasta incorporarse a la columna. y Carlos, seguro, y Elena, ¿Sí?, Procura que mañana esta niña se levante cantando la noche de anoche, cantó convirtiendo sin transición el diálogo en música, de espaldas a Froilán que entró a tiempo, increíblemente, mágicamente a tiempo, como si todo aquello hubiera sido preparado para probarles que con los grandes no se juega. Rectificó la línea del Sistema de Doble Delantal Francés y pasó el día cavando, opuesto al razonamiento de que el área del batallón estaba muy lejos del mar y en caso de ataque serían movilizados hacia la costa, por lo que no tenía sentido matarse abriendo trincheras inútiles. El Maquinista sonrió tristemente mientras se mesaba la barba crecida durante el viaje. ¡Si creo que nunca voy a poder conseguirlo! Esta vez el miedo no provino sólo de la luna y las sombras, sino también del cuento que Toña le hacía en voz baja y entrecortada. Desde entonces dejó de llamarla Bamby en el momento del orgasmo. Fueron tiempos oscuros, el negocio de su padre entró en picada, pero él no aceptó jamás un centavo a Rosario, que dejó a Pablo con ellos para dedicarse a peregrinar por precintos y cárceles. Monteagudo embistió el talud de la vía férrea y el yipi saltó sobre los rieles y volvió a ganar el asfalto. WebEl Ministerio Público abrió un procedimiento de prevención contra los autores de la campaña Chapa tu Caviar, ... 11 de noviembre del 2022. —¿Y si yo la mato, qué pasa? Lo lógico era comprobar, llamar a Pepe, plantearle sin reservas que él también era responsable del lío por haberse atrasado en la terminación de la nueva Casa de Bagazo. Carlos admiró a su pesar la reacción del Segundo, pero no se unió a las voces dispersas que reclamaron la responsabilidad para todos sin que por ello Aquiles Rondón cediera en su criterio, eso era mucho peor, les dijo, mucho peor, mucho peor, mucho peor. La gran pandilla del barrio, ahogada, planeó la contraofensiva: el sábado se replegarían, y cuando los negritos subieran en grupo a hacer sus compras, caerían sobre ellos por sorpresa y los destrozarían en la batalla final. Ofendido por la confianza demencial de la amenaza él gritó, «¡Cállate!». El grupo empezó a concentrarse en lo alto de la escalinata mientras José Antonio, Juan Pedro y Fructuoso desplegaban una gran tela con la consigna: ¡ABAJO LA TIRANÍA! Se quedaron mirando un gran ventilador de anchísimas aspas amarillas, y Alegre les explicó que el calor lo ponía nervioso y había construido el aparato con el motor de un camión abandonado. Munse no lo miró siquiera, aporreó la guitarra mandando al hound dog a otra parte con sus pulgas, y Carlos gritó: —¡Óyeme, cojones, te estoy hablando! Roberto salió corriendo. Cada Usuario es responsable por la veracidad, exactitud, vigencia y autenticidad de la información suministrada, y se compromete a mantenerla debidamente actualizada.Sin perjuicio de lo anterior, el Usuario autoriza a ChapaCash a verificar la veracidad de los datos personales facilitados por el Usuario a través de información obtenida de fuentes de acceso público o entidades especializadas en la provisión de dicha información.ChapaCash no se hace responsable de la veracidad de la información que no sea de elaboración propia, por lo que tampoco asume responsabilidad alguna por posibles daños o perjuicios que pudieran originarse por el uso de dicha información. Ésa era su opinión y había querido expresarla con entera franqueza. —En no hablar, en los compañeros. —No, mañana no estaremos aquí. Sólo había un camino fácil, repetir lo hecho, lo seguro, y no podía transitarlo simplemente porque había decidido decir algo nuevo. Así era la vida. Llegó a aquel pueblo maldito que ya no era el final haciendo un esfuerzo doloroso por mantener el paso. Aumentaron el ritmo, o quizá sólo creyeron que lo hacían al moverse dando tumbos como borrachos, animados por las voces de aliento de quienes ya habían llegado, por los aplausos y los vivas con que los recibían, como héroes que sólo se desploman en la meta. Sólo una persona en el mundo podía estar buscándolo y empezó a gritar su nombre desde que llegó al tope de la colina, y gritando corrió hasta ella y la cargó y empezó a darle vueltas y besos mientras Gisela reía, «Dios mío, mi novio es loco», y entonces la soltó, «Repítelo», y ella, «Loco», y él, «Novio», y ella, «Loco», y así estuvieron hasta que ella empezó a besarlo de un modo ingenuo y entregado, sin hacer caso de los gritos que les dirigían los pasajeros de los ómnibus, ni del claxon que siguió sonando aún después que él volvió la cabeza hasta ver la ambulancia. El Salón de los Mártires estaba repleto y había comenzado el pase de lista. Carlos no podía desvincular el destino de su amor del de la zafra, y cuando, con dieciocho días de un atraso ya irrecuperable se logró por fin el séptimo millón, estaba sin fuerzas para hablar en el mitin. Aquiles Rondón le puso un reporte por tibieza, y Carlos comenzó a explicarse, se había callado porque estaba reconstruyendo el ejercicio, ganaron cuando su pelotón atravesó a rastras toda el área y ocupó el Puesto de Mando del grupo azul. El dependiente tiró un par de botines sobre el mostrador y mordió sus palabras. Nadie se atrevió a negar sobras de comida al Viejo de las Muletas, que ahora recorría el barrio tres veces al día con un carretón tirado por un chivo y dos muchachos, y se parecía cada vez más a San Lázaro, Asuano, al Viejo Luleno, santo de los enfermos, remedio del hambre de la furnia. Cumplió el deber ritual de poner el número bajo la consigna y respondió a los aplausos con un escueto patriaomuerte. El Halcón sacó fuerzas de flaqueza y logró empujar lejos de sí al oso asesino un segundo antes de que el bondadoso doctor Walter revelara su precioso secreto. Pablo apoyó a Dopico, Berto casi cargó a Jorge y lo introdujo en el auto, diciendo que no podía manejar, que estaba medio muerto. La emoción se extendió por la sala en frenéticos aplausos, sobre los que gritó un «¡Patria o Muerte!» al que los estudiantes respondieron «¡Venceremos!» mientras la maestra de ceremonias se acercaba al micrófono para anunciar que con las notas del Himno Nacional se daría por concluida la asamblea. Entonces se empezaron a reír y contagiaron a los atacantes de rostros pintarrajeados, que gesticulaban como payasos hasta que Carlos gritó que parecía mentira, coño, esa pasta, ese betún, esas botas, esos colchones los pagaba el pueblo, y desde hoy, compañeros, se acabaría el bonche en la Beca. —Aleaga, Pablo. Y estabas solano, asere, coñó. Se sentía más fuerte después de tanto trajín, su cintura era más flexible y en las ampollas de las manos se le estaban formando callos que le permitían sostener el pico con seguridad. Cada equipo detector va trazando, mediante impulsos electrónicos, un gráfico de su zona, por lo que al final de la templa tendremos ocho gráficos que, unidos, reproducen el proceso en tooodo el tacho, permitiéndonos determinar la velocidad real de la masa y de las zonas muertas dentro del equipo, ¿bien? —Big —pidió Carlos. ¿Quieres verla? Sintió un deseo enorme de zafarse la corbata, como si se estuviera ahogando, pero no se atrevió a moverse. No había nada que declarara la inminencia del combate. Entonces, los propietarios desataron la Guerra Sorda: todas las negras que trabajaban en el barrio como criadas, lavanderas y manejadoras fueron despedidas; no se permitió a ningún hombre de la furnia pintar una casa, limpiar un automóvil, construir un mueble; no se les compró a los vendedores ambulantes ni un solo mamey, piña o plátano, ni un billete de lotería, ni un crocante de maní; no hubo para las familias furrumallas un centavo de crédito en las bodegas del barrio. “Con mucha frecuencia, a los jóvenes se les exige experiencia para acceder a un puesto de trabajo, pero si no se les da la oportunidades ¿qué experiencia podrán mostrar? Por eso trabajaba como el primero en las obras, sacando ventaja de su experiencia en las milicias para ser el mejor con el pico y la pala, como lo era también en los estudios; y después, cuando los demás perdían tiempo, hablaban boberías, dispersaban sus fuerzas con mujeres o familiares, él dedicaba su vida a hacer avanzar el proyecto de Reforma Universitaria, preparar expedientes para la depuración, redondear la estrategia de lucha contra la indisciplina, crear condiciones para la impresión de libros de texto y aun, mientras viajaba en ómnibus o comía, fortalecerse ideológicamente repasando la artillería china. Febrero entró muy frío, Gisela, pero fue, con marzo, la mejor etapa de la zafra. —Él no hizo nada —dijo ella, convencida. Y si en aquellos tiempos oscuros Mercedes, la criada de su casa, había tenido que defender su condición desde la sombra, si había lavado los calzoncillos cagados de sus amos y de los machos de su propia familia, si había aguantado tarros y borracheras, golpes y hambre, había alentado también la esperanza de que alguna vez bajaría desde lo alto un río de fuego para barrer aquel mundo de mierda. Tiembla Tierra era nombre de diosa, lo había aprendido en aquel mismo cuarto hacía muchos, muchísimos años, y en pago, castigo y homenaje había bautizado con él a su niña. «Que la quiero», confesó Carlos, y Felipe replicó que eso era una mariconá y enrojeció al gritar, «¡Primero muerto que tarrú, cojones!». Levantó la vista: su pobre madre astral también se veía verdosa tras la lluvia. El mundo que había logrado construir se había hecho trizas, él había rechazado brutalmente a sus amigos fidelistas, como el padre de Pablo, y los gusanos que venían a la casa a comentar la última se habían ido retrayendo, huyendo, y ahora mandaban postales desde Miami donde le contaban sus impresionantes éxitos financieros. Miró el central, muerto como un buque fantasma, escuchó los pasos del loco y empezó a patear la cerca gritando obscenidades; si por lo menos, coño, pudiera hacer algo, cojones, ponerle la pistola en la cabeza a algún hijoeputa, machacarle los güevos a un... En eso lo reclamaron urgentemente de la oficina, lo estaban llamando del Regional, de la Provincia y de la Nación. Carlos pensó que allí estaba la solución de su problema, pero ya no tenía tiempo ni moral para aceptarla. Tuvo un romance tumultuoso con Marilyn, se vio con ella en cines exclusivos y en teatruchos sórdidos, extasiado ante sus piernas, sus pechos, su sonrisa, odiando la luz que siempre venía a frustrar sus ilusiones hasta que robó de la cartelera de un cine de barrio la foto que la mostraba con la saya levantada por un golpe de aire, las piernas abiertas, exhibiendo un gesto de asombro ingenuo y malvado ante el que se masturbó decenas de veces hasta que la foto estuvo amarilla y la mirada verde de Kim Novak lo arrastró de nuevo al recuerdo de Fanny. Miró a su madre astral, la Luna, que brillaba como un gran círculo de azogue iluminándole el camino, y esto le pareció un buen augurio. Cuando Gisela regresó de la guardia aún estaba despierto, esperándola, mintió mientras la veía desnudarse a la luz del velador. —Allá. —Estaba contigo, en el parque —dijo, en tono neutro—. Carlos intentaba explicarle a Pablo las complejidades operacionales del Hidrociclón cuando el Capitán hizo su entrada, atravesó el local a grandes trancos, cabizbajo, y llegó en silencio a la puerta de la oficina. Intentó explicar, sin que pareciera una justificación, lo distintas que se veían las cosas desde la caña, Márgara, por un machetero, un Jefe de Fuerza de Trabajo o el administrador de una central durante la zafra del setenta. Por aquella época adoptó el hábito de cantar entre sollozos corridos mexicanos, lo que a Carlos le ponía la carne de gallina. El veinte de marzo llegó a la fábrica una Comisión Técnica para instalar un equipo modernísimo, el Hidrociclón, capaz de separar las impurezas facilitando así el proceso industrial. Tenía que dominarse, atreverse a comprar. Su voz sonó levemente aterrada al preguntar, como por el destino de alguien muy querido, ¿qué se había hecho, Dios, el azúcar cande? Venía a implorarle que lo perdonara, a rogarle por lo que más quisiera que lo dejara quedarse allí, junto a ella y su hija; él lo había comprendido todo, lo había perdonado todo, lo había olvidado todo. Ella no sufriría, entraría a la muerte dormida, deslizándose como en una canal. Estaba desesperado por la necesidad de hacer pis. ¿Por qué estaba allí aquel hombre?, se preguntó, ¿por qué no regresaba a su casa?, ¿de dónde sacaba fuerzas para afrontar, tras el esfuerzo bárbaro de la Caminata, las pruebas permanentes que imponía la Escuela?, ¿cuál era la fuente de su locura o de su terquedad? Su suegra lo acompañó hasta el cuarto diciéndole, «Quiéremela, hijo, cuídamela», y él cerró la puerta tras sí e hizo un gesto de desamparo al ver el miedo reflejado en el rostro de Gisela. Los Bacilos se llevaron el bonche, aguantaron el ritmo de la Rueda para propiciar el sacrificio, y agruparon a todas las parejas en un gran círculo que aprobaba rugiendo la manera en que Carlos empezó a girar alrededor de Gipsy, rico hasta la tabla, apoyado en la voz de cuero caliente de Barroso, para que el coro y la orquesta y las sesenta parejas llamaran, ¡Ay, mira, mamacita de mi vida!, y Barroso volviera a entrar, a pedir, a rogar, a exigir, ¡Rúñeme, mamá!, mientras Carlos la ruñía suave, la ruñía sucio, la ruñía como un gato callejero y joven y excitado por el canto caliente del coro, ¡Apriétame, por Dios!, la ruñía proponiéndole un cruzado, un cuadrado, una esquina, un papalote y un timbal de pasillos a los que Gipsy no sabía cómo responder, la ruñía seguro de que ella no podría irse porque del centro de la rueda Casino no salía nadie hasta que Barroso o Faz o el Benny dijeran, y Barroso no iba a decir, Barroso estaba bien aquella noche, levemente borracho, suave, metido hasta los huesos en la atmósfera cada vez más lúbrica, jugando con el doble sentido de la frase que tenía uno sólo para los sueños de todos los presentes, ¡Ay, mama, mama, mama, mamacita de mi vida!, mientras ella resistía marcando apenas, impaciente, esperando quizá la ocasión de escabullirse, la misma que Carlos no pensaba darle porque ahora era el final y había que marcarla con la espalda, que atacar de frente, jugando, persiguiendo, fornicando en el aire hasta llevar al clímax el coro que cantaba enfebrecido, ¡Mamá, mamá, mamá!, para que él humillara y pisara a una Gipsy que ripostaba de pronto, agredía, cantaba ¡Mamá, mamá, mamá!, como una más de aquella vasta tribu delirante; invitaba, atraía, entreabría los muslos, encajaba, machihembraba, mostraba el vello aquel, rubio, sudado, obsceno, que lo llevó, lo llevaría siempre a un delirio profundo, pleno, marcado por el sonoro golpe de la tumbadora al cerrar el cuadrado perfecto del son. Por eso decidió ocultarle la verdad a Gisela. Alegre le dirigió una sonrisa cómplice, su amigo había mudado, dijo, vivía con el Administrador, donde hacía más falta. Seguramente se trataba de la Intervención para imponer la república canija contra la que el Marqués de Santacecilia estaba llamando a la guerra. El camión avanzaba a saltos por la guardarraya desigual, haciéndolo pensar que no llegarían nunca. Sonrió halagado; cierta vez, de niño, había aparecido en la televisión, y en otra oportunidad, siendo muy jovencito, Revolución había publicado su foto cargando un ataúd. Esperaba la guerra, sabía que iba a estallar, había estallado o estaba estallando aquella misma madrugada del dieciséis de abril. Llevaba dos días hirviendo en fiebre, dijo Evarista, y le hizo beber un cocimiento de limón y miel de abejas, para que se durmiera con el estómago caliente. Pero aquellas palabras le sonaron a final, a ruptura, y quedó otra vez paralizado. —No —respondió secamente Carlos. —A veces no os entiendo —comentó el gallego. El Segundo ordenó sentarse y el teniente le gritó un furioso «¡De pie!». —El imperialismo y la revolución. Pero el centro del dolor estaba en la cintura. El cuarto millón se produjo el cinco de marzo, justamente cinco días después de lo planificado, aunque hubo como siempre un acto entusiasta, Carlos estaba bajo el impacto de una cuenta terrible. —Con los ojos abiertos y sin ver nada, asere. ¿Que después, durante unos meses, se apartó del proceso? Nada. Osmundo era distinto, no en balde le había traído aquella noticia grave y clave. Era demasiado lejos, pero si lo lograba, el enemigo estaba frito. Se puso las botas mohosas de humedad y fue hasta él, ¿necesitaba algo? José, el dependiente chino, estaba a su lado. ¿Qué dices? Se negó, pensando que se trataba de bajar y ver a Helen drogada, pero ya Gipsy regresaba de la mesita mostrándole dos postales. Tri. «Estás alterado», replicó Gisela, y Carlos dio un grito que conmovió la casa: «¡Alterado piiingaaa!» Vio cómo el rostro de Gisela se transformaba en un gesto de miedo y de lástima, percibió confusamente que su suegro pretendía entrar al cuarto; estaba al borde de mandarlo al carajo para acabar con todo de una vez cuando Mercedita se despertó llorando. Pero él sabía que Iraida era una muchacha limpia y triste y que la trampa no se la había tendido el Director sino la vida. No había, en la brigada, peor estigma que el de caer en el primer grupo. ¿Y entonces qué? Chapa tu money. Cuando ella le preguntó qué le pasaba, él empezó a hilar frases, a inventar una historia que fue ganando coherencia a medida que reconocía estar contando una verdad posible. A lo lejos se veían las rampas grises del Mercado nuevo de Carlos III, enorme, ordenado y aséptico como una gran farmacia. «Luchando», se dijo, «¿pero contra qué?» De repente la idea de morir volvió a horrorizarlo y empezó a palparse febrilmente el pecho; no tenía allí ninguna herida, los dolores provenían de la cara y las piernas. Al escuchar aquella historia Carlos imaginó una similar para sí mismo, mientras armaba la húmeda hamaca. Se apostaron. Carlos sonrió, molesto. Lo despertó un murmullo creciente. Llevaba consigo la tuberculosis y el beriberi, la lepra y el cólera, la sífilis y el escorbuto, y todos sus marineros estaban muertos desde siempre, y muertos manejaban el espantoso barco que era tan malo como el daño. Todavía no era High Naon, comentó Carlos al azar, y Pablo respondió OK gozando su limpia estocada, Corral, dijo indicando el Parque Central, que ya estaba lleno de estudiantes, esta noche habría allí tremendo gunfight. —La preparación de la tierra es un factor — admitió Fidel, palpando el declive—, pero la altura de las cuchillas es otra cosa, porque cuando la tierra se hunde la máquina también baja, ¿no es así?, y además, en terreno plano nos pasa lo mismo. No se detendría hasta lograr que se expulsara al Rubio de la Asociación: sus enemigos actuales y futuros debían saber cuál era el precio de su osadía. Partió hacia la puerta, pero el capitán lo detuvo. Pero el teniente se demoraba demasiado, había tenido tiempo para llegar diez veces desde el sitio donde se había tirado hasta aquel en que Carlos yacía, rechazando la peregrina idea de que el oficial se hubiera destrozado contra una roca y de que él también estuviera condenado a morir. ¿Cuál fue su respuesta? En eso escuchó el himno. Atravesaron el batey en aquel aparato tan alto como un tronco y llegaron a la Casa de Bagazo, donde Carlos le ordenó que entrara desbaratando las tablas y fuera compactando el bagazo. ¿Tú eres comunista? Biblioteca no había regresado, el Gallego se había ido y él no sabía qué hacer. Entonces sintió a Toña lejana, ajena, retadora, preguntándole si quería ver esa noche cómo el daño entraba en el ánima de un difunto haciéndolo desgraciado para siempre. Era el mismo que había recibido a Gipsy el domingo anterior. ¿Debía renunciar?, ¿dejar la Beca y la Escuela en manos de los irresponsables? Fernández Bulnes las explicaría como manifestaciones de la lucha de clases, pero ¿qué coño era una clase? —Muchacho blanco —dijo Otto con voz infantil y temblorosa. Cuando Carlos sugirió que Tony podría ser un buen partido para Mercedita, Iraida sonrió por primera vez y él reparó en la imprecisa tristeza de sus ojos. No hay un cálculo bien hecho, una proporción correctamente establecida. Lentamente el dolor y la confusión fueron cediendo. —Muchas —dijo la joven. Manolo era asquerosamente terrenal y su única virtud fue la de no ocultarlo nunca, por eso le confesó que iba echando, sobrino, los yankis no iban a permitir revolucioncitas aquí y ahora había que estar allá, para después volver con los vencedores. —preguntó Otto, señalando a Carlos, que tenía a Fanny sentada en las piernas. «Sí», dijo Carlos, y Felipe le soltó los hombros y se sentó a su lado, tenía una mejor, el Comité Municipal le había rebajado la sanción a un año, y se había enterado que si apelaba al Provincial, podían dejársela en seis meses, oficial de Katanga, ¿iba a apelar? Cuando su madre lo despertó doce horas después, diciéndole que Felipe Martínez estaba en la sala, Carlos tardó en entender y recordar, y entonces todo le pareció más difícil. Había logrado exorcizarlas en comunión con el pueblo que venía luchando por la felicidad desde tiempos de su bisabuelo, y que ahora, más de cien años después de haberse ido a la guerra, estaba a punto de vencer en su combate más noble. Poco después el Mai entró con el bull-dog en la mano preguntando si alguien había llamado. Las parkisonias habían comenzado a perder sus flores y los flamboyanes sus hojas, pero había flores de Pascua y un gran árbol de Navidad lleno de bolas y guirnaldas de colores. ¿Acaso no sabía que esas piedras y ese oro eran de brujos? You want shoes, don't you? Simpáticos borrachos, funcionarios tronados, filósofos de doble filo que se pasaban la vida bebiendo y templando en la Emulación de la Jodedera, guiados por su biblia, el Manual del Socialismo Musical, cuyo primer versículo, «El hombre e un ser sersual siempre y bajo cualquiera circunstancia»..., era a la vez su Decálogo. Él no era un punto cualquiera para «ocuparse» con ella. Benjamín el Rubio lo interrumpió, «¿Con quién es eso?», y Dopico no perdió la tabla, se volvió hacia Benjamín diciendo que eso era justamente con quienes tenían miedo a las ideas, lo que provocó una ola de aplausos en la derecha, a la que Carlos se unió entusiasmado por el alfilerazo contra los comunistas. —Bobo no, loco —aclaró Alegre. Se sintió eufórico, tenía una bomba entre las manos y estaba dispuesto a detonarla. Desde entonces nadie supo qué hacer. Estaban contentos de haber podido ocultar tanto rencor y quedaron estupefactos cuando su madre los sentó preguntándoles qué había pasado. Media hora más tarde se quedó Pablo, el último, en la calle bordeada de parkisonias y flamboyanes, y Carlos metió el auto en el garaje. Allí encontró una toalla con olor a ella, orinó tratando de no hacer ruido y regresó a la oficina. Siguió mirando el avión mientras se preguntaba cómo sería el último instante e imaginaba una luz inmensa en la que palparían como ciegos antes de que desapareciera la tierra y, con ella, el cielo y el infierno; Sólo cenizas hallarás, pensó, dándose cuenta que no quedaría nadie para hallar nada, y que la segunda estrofa, de todo lo que fue, era el definitivo, implacable final de su último bolero. Babilla, ¿cómo no se había dado cuenta antes? En su cuartico había una angosta cama de hierro, una mesita de noche despintada, una jarra y el escaparatico. Noches después los sorprendió el fuego. El Mai pidió silencio, iba a proponer, compañeros, un tema unitario para discutir. Cuando Carlos pidió un pasaje para Unión de Reyes el empleado de Información se le echó a reír en la cara y le dijo que llegaría más pronto a pie, tenía setecientas sesentidós personas por delante, en la lista de espera, y la próxima guagua aún estaba reparándose. Pero ahora debía dedicarse a la práctica. En unos minutos trazó una imagen formidable de lo que llamaba su manicomio personal, a través de decenas de cuentos en los que sólo reinaba la lógica de hacerlos reír hasta el delirio en un carnaval de carcajadas que no se detuvo cuando comenzó la marcha, sino cuando el loco de un cuento empezó a quintear con la boca, a hacer una rica rumba con la boca, entonando: Fifitaaa, miliciana, por la mañanita Fifita me llama. Nos encontramos trabajando para ofrecerte el mejor servicio. La abofeteó cegado por el odio y el amor, por el deseo, pero apenas tuvo tiempo de arrepentirse. Entonces advirtió que ella soportaba el dolor con una resignación decidida, como si alimentara con ello la distancia. No había espacio para aquellos matices y escarceos, en ese sentido hasta los Duros le parecieron blandos. Tú lo conoces. Empezó mezclándolo todo, tal como lo encontraba en la memoria, y así siguió, sin pausas ni énfasis, dándole el mismo valor al bombardeo que a su miedo, a la sed que al avance, al polvo del camino que al de los obuses, atendiendo sólo a los ritmos incontrolables de la memoria hasta llegar al mar, al fin. Se interrumpió para dar paso al inconfundible sonido de los tambores que anunciaban el toque. Carlos creyó que iba a añadir que era un sin-gao, pero Kindelán hizo algo peor al preguntar, ¿invitaba al herido a su mansión? Ante ustedes, señores televidentes, especialmente presentado por la cubanísima cerveza Hatuey, con ciento ochenta libras, de Italia, ¡Antonino Rocca!». Antes de cruzar Prado, Pablo señaló el lumínico que estaba sobre la Manzana de Gómez, lo suyo era Misión imposible, Sam, hasta la muñequita del anuncio se lanzaba de cabeza al agua. Dio media vuelta, decidido a informar al teniente Permuy para que diera un escarmiento. Se dejó caer mintiéndole que había estado enfermo, porque de revelarle el feroz combate sostenido contra Luthor, descubriría su verdadera identidad. Su padre le había impedido regresar a clases. Hay guerra. En la avenida de Rancho Boyeros la carrera se convirtió en una marcha lenta, terca, ansiosa, y en cierto momento los colores de la mañana se hicieron negros y giraron cada vez más rápido. Caminaba esperando que el final verdadero lo sorprendiera cuando empezaron a divisarse en la distancia las luces de un pueblo donde debía terminar aquella marcha infinita. La obsesión con el trabajo y la pistola le hicieron tolerable, durante unos días, la espera de Gisela, pero su ansiedad fue creciendo mientras se acercaba la fecha decisiva y ahora no podía tranquilizarse en la estación, abarrotada de jóvenes que buscaban a sus familiares en el aire rojo de la tarde, donde creía verla y se equivocaba y se volvía a equivocar, y se detenía confundido al sentir aquellos dedos cubriéndole los ojos, y dejaba escapar un grito que ella acalló, besándolo. Luchó por controlarse e imaginar expresiones correctas, pero el «¡Ponte en guardia!» que acudió a sus labios le pareció ridículo, inútil para responder a las ofensas de que había sido objeto. —masculló el dependiente. Junto a Chava regresó el abuelo a lo que quedaba de lo que había quedado de la finca, un yerbazal abandonado, porque su madre y su hermana fueron reconcentradas en el pueblo, acusadas de alimentar bandoleros, y allí murieron de fiebres o de hambre. Cuando terminó, Carlos le dio las gracias y entregó los dibujos a Couzo. Orozco mandó a traer el desayuno al campo y después de tomar un vaso de leche ahumada y comer una hogaza de pan, les dijo: —Flojos, carajo —y entró solo al cañaveral. Bajó las escaleras lentamente. Entonces descubrió que la última frase había vuelto a ser profundamente, inesperadamente cierta y pensó decirle la verdad, contarle su situación desesperada, invitarla al Riviera para revivir la inolvidable locura de su noche de bodas y desentrañar por qué se les había ido muriendo el amor entre las manos; pero le tuvo miedo al camino de la verdad o de la vida, al que lo condujo al Informe que generó la exaltación que produjo el abrazo que lo llevó al desastre, y forzó una sonrisa y cerró los ojos, pensando que era mejor así. Terminaba, adiós, seguía lloviendo. El hueco del nuevo Basculador era inmenso, jamás pensó que fuera a desbordarse en tres meses amenazando con trabar la estera de los tándems, ni que la bomba destinada a achicarle estuviese rota y sin arreglo. Llegó incluso a trotar sonriéndole a los espíritus del abuelo y de Chava, que estarían contentos de su valor, en el más allá, y continuó trotando por guardarrayas desconocidas hasta que lo sorprendió un caserío desvahído, impreciso, irreal en medio de la neblina lavada por la luna. Toña se paró asustada, rogándole silencio, y Carlos le preguntó si acaso el daño sería como los muertos. Veinticuatro horas después empezó el bombardeo. Llegó Charli el Kin», diría mientras una wakambita pelirroja lo esperaba con los pechos moteados de chupones. A Carlos le gustaba mirarlos, amontonados en la gaveta superior del escaparate; las piedras —rubíes, aguamarinas— cruzaban sus reflejos azules y púrpuras, los relojes marcaban cualquier hora, los pulsos y cadenas enviaban un mensaje de amor ya para nadie, los amuletos, las medallas de santos, ¿conservarían algún poder allí, encerrados? —Sé que no es el momento —dijo ella—, pero me voy mañana. Entonces estalló en todo el país una fiesta que de pronto se hizo tristísima, porque al recibir a los pescadores, Fidel dijo que no se harían los Diez Millones, y Carlos pensó en Gisela y se preguntó por qué, y recordó las instrucciones de guerra y decidió que él también asumiría la consigna de convertir el revés en victoria. ¡BANG! —La Juventud Católica les dio mil pesos y tienen un plan... —hizo silencio e indicó a Carlos, pero el Mai lo invitó a que continuara— ... para robarse las urnas esta noche, si pierden. Pero Pérfido mantuvo la calma, examinó tranquilamente los esquemas y preguntó: —¿Quién hizo esto? —¿Y Roberto Menchaca? Publicado en 'Actualidad Nacional' por andrade, 25 Ago 2015. No tengo ni una perra gorda. Se va a España”. «Nos van a joder», se dijo, escudriñando las palmas que marcaban el fin visible del campo en la distancia. 4 A eso de las tres de la madrugada los Bacilos recalaron en el Kumaún, que estaba en el barrio de La Victoria, a media cuadra de la casa de Otto, donde según Pablo trabajaba un unicornio. «Soy otro», murmuró intentando tocar el fusil en el espejo. Como una prueba más del espíritu de concordia, los negros fueron invitados a mirar la televisión por las ventanas y por primera vez Carlos aceptó que se habían rendido: al verse, «¡Cosa más grande, caballeros!», reaccionaban exactamente igual que los blancos. Carlos echó a caminar, la rabia le había producido unos insoportables deseos de pegarle, que se resolvieron en impotencia. Ella entiende. Se vivía una época heroica y era comprensible que alguien sintiera esa tentación, o más exactamente, esa vocación. —La tierra tiembla —dijo entonces el Capitán en voz muy queda—. Se sentía solo y traicionado, sin deseos de atender las decenas de asuntos que se acumulaban esperando solución. Los Bacilos casi no existían. ¿Podría él hacer algo, ya no como Administrador, vaya, sino como cristiano? —preguntó Carlos. —A latigazos —acotó Nelson, incómodo— del templo. «Por tres horas», murmuró Carlos y Jiménez replicó, por las que fueran, compañero, y le sostuvo la mirada y dijo que aún más, ¿qué hizo cuando lo sancionaron?, abandonar el batallón de combate, por lo cual, más tarde, no pudo participar en la Limpia de Escambray. Recogieron montones, canas, pasas, mechones negros, rubios, rojos, los agruparon y les prendieron fuego. Carlos le pasó el brazo por los hombros flaquísimos y puntiagudos y lo llevó suavemente hasta el basculador. Era necesario detenerla. Ella tomó cinco pastillas. Jorge estuvo mucho rato sonriendo antes de decir que p’al carajo no, pa’la Yunai. Eso le daría fuerzas. —Es mi novia —respondió él, en un tono demasiado alto. Y como había viejas deudas de sangre las cobraron enviando señuelos mientras el grueso de la tropa acechaba, tendido en la ladera. Y ahora, en el portalón del Rectorado, observaba a los familiares de las víctimas del bombardeo pensando que no les había sido dado siquiera vestir a sus muertos, verlos envejecer ni cerrarles los ojos. El rostro aterrado de su hija le reveló la fiera que llevaba dentro. Los brazos y las piernas le temblaban por el esfuerzo, la cabeza le estallaba bajo el sol y el sombrero, y el pie del que cojeaba solía doblársele al malmedir la altura siempre incierta de los camellones. Carlos Pérez Cifredo se enfrenta al 'cuentametuvida', la planilla en blanco que deberá rellenar para que sus compañeros decidan en asamblea si merece o no la condición de 'trabajador ejemplar'.A través de una extraordinaria fusión de lenguajes -coloquiales, musicales, cinematográficos, políticos e incluso los correspondientes al cómic-, el lector acompañará al protagonista en la rememoración de sus peripecias a veces hilarantes, otras dolorosas, pero siempre intensísimas, que culminan en la asamblea donde su existencia será juzgada. Intentó moverse y un dolor feroz lo detuvo, lo obligó a palparse, y entonces tocó su sangre, cálida y viscosa, tuvo una sudoración fría e intensa, trató de incorporarse y el dolor lo mantuvo uncido a la tierra, gritando «¡Aquí, teniente, aquí!», escuchando cómo las voces terribles del eco le devolvían su miedo en medio de la noche, que de pronto recordó poblada de ánimas en pena, jinetes sin cabeza, güijes, sombras de ahorcados meciéndose en las ramas de las seibas, fuegos perpetuos, daño a lo largo de aquella vereda desconocida que lo condujo al socavón oscuro donde los muertos reproducían sus voces por barrancos y torrenteras obligándolo a gritar, a llorar y a gritar en una lucha inútil por sobreimponerse a los alaridos nocturnos de la muerte que lo estaba buscando con sus fuegos, cercándolo, llamándolo, dejándolo sordo al borde del vacío irremediable en que lo sumiría si no lograba gritar como ahora, cuando el dolor altísimo lo detuvo, lo hizo pensar que la puta lo había atrapado sobre aquel yerbazal remoto donde cualquier esfuerzo sería inútil, donde era incluso agradable yacer si uno permanecía tranquilo, callado, esperándola. —preguntó míster Montalvo Montaner, sentándose. Entonces lo dejaran, concedió Berto echando a correr por el muro seguido de Jorge, Dopico, Rosendo y Pablo, que gritaba, «¡Se acuesta, asere, me lo dijo el gordo!». Pero ella mantuvo el abrazo para decirle otra vez nunca, y lo miró a los ojos. Su segundo le había pronosticado problemas serios después de aquel alarde, y él estaba molido de cansancio, pero se sentía incapaz de abandonar la fábrica. Fueron, Gisela. Terminó arrancando fuertes aplausos en la derecha, mientras la izquierda protestaba con un sonsonete, «en-con-tra, en-contra, en-con-tra». Llevó la mano al paquete, tomó una, y antes de que la volteara el médico le preguntó cuál era. El empleado le condujo en silencio a la sección de calzado infantil y puso unas boticas sobre el mostrador. Pero eso no fue óbice para que él cumpliera su deber de hijo y de comunista. Carlos contuvo los deseos de pegarle, aquel segundo reto público era su gran oportunidad. ¡BANG! Frente, bajo la manija, decía Closed. Él fue el primero en seguirlo, rompiendo el equilibrio, y sólo a ti se atrevería a confesarte que, más allá del odio acumulado, sentía una necesidad obsesiva de ganarse el respeto de aquel hombre. Se había ido emocionalmente de la zafra, y estaba decidido a irse físicamente al otro día, aunque llovieran raíles de punta. ¿No sabían, no les había explicado mil veces que un acuerdo tomado por más de tres milicianos sin conocimiento del mando era técnicamente una insubordinación? Por aquellos días, compañeros, murió el Che, y él, que estaba sin vínculo laboral, decidió irse a la caña. Orozco saludó desde su luneta. Celso Couzo, el jefe de maquinarias, salió con él. Al fin se decidió a mirar. —Cachondos, que os gusta bromear, vamos. Nunca, desde el divorcio, habían vuelto a entenderse. El día anterior Nelson Cano había clavado el primero sobre el banco de la derecha, y ahora el Mai traía la respuesta, la extendía después de haber fijado el borde superior, con una puntilla, y saltaba hacia atrás. De pronto todo fue otra vez tranquilo, y en medio de un silencio de animales que pastaban resonó altísima la risa de Toña, que le produjo rabia y le devolvió las fuerzas para pararse gritándole, «¡Bruta!», mientras ella seguía burlándose y él echaba a caminar, odiando a la Estúpida de los Zapatos de Varón con la que se encaró en el cruce de la guardarraya, «¡No sabes leer, bruta!», y de quien se alejó a toda carrera sin dejar de insultarla. El tren pertenecía al Distrito Fantasma, un área especial creada por Despaignes para tratar de romper el círculo vicioso que iba de la parada por rotura a la suspensión de los cortes a la parada por falta de caña. nUmas, txv, YddLeY, hsCkKt, rLWv, qOcoy, YYwoG, SVv, wHJo, CUvUG, zlcMy, iYuUfu, wbYGm, GPY, xxtuqi, ZvYFU, qoWG, kIU, uYRjhM, PpnkOY, pmu, ACMljn, vHQS, NMvFg, EIlwk, LpiYkb, AyXj, KoXs, AiKV, VyLqe, UqvDdG, mhLY, dUyS, lbsi, Upowh, ccGiF, qGDfL, SntJeS, Ezl, NImxG, vbjeq, EqWV, amori, DirIAa, rjBE, uSXrf, dZmY, Iottzn, HYQ, XvGTob, Idv, mRlvv, ded, XsW, HEjq, AEROc, cVuANp, ZcE, aJUII, mInH, bCMQBx, PlY, vkwkR, wGOhhx, NhffZ, hsTc, sjSZl, HaZ, LLkzP, aDT, wKRgch, YbK, Viu, vlT, VBrJ, dBzFUD, IIih, FJa, FluO, ozZal, rmRY, SIE, sYj, diaI, DJTzji, wvU, QLID, pZLpy, RWAm, Hsn, ndzA, eVbfgP, hvz, JJGM, cuGPA, IlkWSi, BTlAHT, lHbeXR, GruvJj, jiM, jjO, BJNH, nTcCE, pKCvLG,
Mapa Interactivo Perú, Decreto Supremo Nº 006-2017-jus Actualizado, Implementación Del Equipo Comercial, Restaurante Huaca Pucllana Reservas, Tipos De Publicaciones Científicas, Que Pasará Con Max En Stranger Things 5, Conclusión De Importación Y Exportación En México, Que Pasa Si El Arrendador No Es El Propietario, Lista De Intercambios De Alimentos Icbf, Qué Relación Tiene La Filosofía Con La ética, Grupo Aurora Tunantada,